Flor amarilla (II)

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Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la certeza de que todo era perfecto. No necesitaba nada más. Las luces del pasillo brillaban sobre la cabellera de aquella dama. Yo, el hombre que se cree valiente pensaba en cuanto le hacía falta al salón de al lado un piano. Los pianos nunca desafinan, nunca están de más. Sin embargo, cantaban uno gruesos labios, de una morena feliz pero desafinada. Solo regocijaban, la letra del bolero escogido por ella y los «soperos» acompañantes. Le agradecimos, nosotros los corazones felices. A nuestro alrededor rostros extraños, algunos hermosos, otros no tanto. Pero todos felices. Entonces, al son del bolero y de la rumba siguiente el rostro de ella se fue iluminando. Quizás era el alcohol, tal vez la humedad de la noche o, las sombras amarillas que provocan los foquitos de jardinería. Entonces pasó. El rayo de su mirada me fulminó como yo estaba deseando. En el crepúsculo de su rostro abrió y cerró sus ojos y un relámpago se dibujó en el horizonte de su mirada. Quedé medio mudo y ciego por tanto resplandor en mi retina. Quería más. Fue el segundo más rápido y eterno de mi vida. Así permanecí unos segundos, con cara de asustado y ojos opacos. Estaba tan acostumbrado a sufrir que al ver que esos ojos color café me miraban a mí y brillaban un poco, fue suficiente, empezaron a darme miedo algunas cosas. El respeto y el cariño que transmitían empezaron a ponerme nervioso. Quizás ella lo hacía como algo acostumbrado. ¿Qué podría saber yo que, más que zumbido de abejas o revoloteo de mariposas, empecé a sentirme tranquilo? Empecé a recordar que he escrito tantas cartas de amor, diarios del deseo, y páginas inconclusas con tres puntos suspensivos eternos, y siempre esperando a que una mano llegue a borrar los dos puntos que le sobran a tantas palabras. Lo único que lamento de tanta escritura es que llevaba años inventando un momento que cuesta segundos. No sabía describirlo y me sucede así, de repente. ¿Qué mejor manera para olvidar a aquellos insectos que aplastaba sobre papeles blancos y se convertían en tinta caligrafiada? ¿Por qué uno siente miedo ante la mirada sincera? Recordaba luego, como haciéndole un homenaje, en la madrugada esos ojos. Incluso ahora me la imagino detrás de la puerta que vigilé enredado en una manta de habitación cobijándome del frío. Allí me pienso todavía, en una asera donde dibujé la inicial de su nombre con flores rojas y amarillas. Nombre que se convirtió en un secreto y ya no lo menciono, ni lo escribo. Sin embargo, la recuerdo, le escribo y le reescribo ahora porque sigo aquí preguntándome preguntas que tienen una sola respuesta. ¿Existe mejor manera de añorar que a través de las cartas? ¿Dónde encontrar su libertad? ¿Cómo tener esa libertad? ¿Qué son los sueños? Mi cuerpo brilla en el silencio de las tardes mojadas de otoño mientras la pienso o le escribo, porque desde aquella noche no puedo hacer más nada con mi cerebro que pensarla y repetir ese nombre ajeno y oscuro, para dentro de mi boca, lo envuelvo con mis 32 dientes, lo encierro con mi aliento y me lo trago sin morderlo para que no se gasten sus letras. Su nombre no se debe gastar con mi ronca pronunciación. Debe acompañarme para revivirlo con el mismo brillo que destellaban sus ojos cuando ya no recuerde su voz, ni sienta su tacto, cuando solo vea en el recuerdo la guitarra de su cuerpo que suena tambaleante como una canción de Carlos Varela. Así debe ser su recuerdo, un vuelo de pájaro, las luces de la ciudad, un grafiti en una guagua, un piano solitario en la madrugada, un duende tramposo, una niña que se mece en un columpio, un beso como un bofetón. Solo a su lado el tiempo dejó de tener horas. Nada de “Adiós muchachos!” La inventaré cada minuto que en mi memoria esté impresa su imagen y chiflaré la canción más hermosa del mundo y así mientras toco algún instrumento invisible la desnudaré sin quitarle la ropa. Así la recuerdo, hermosa como el rocío en una flor amarilla.

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